La Noche de la Sangre
Por La Maga de Lincourt
Lo despertó el susurro de voces. El pequeño Juan giró en la atestada cama justo a tiempo de ver a sus padres saliendo por la puerta de la casita.
Era muy tarde, sin duda. Sus hermanos dormían profundamente. Ante su cara podía ver los pies de Pedro y contra la espalda se le clavaba el codo de Quico. La luz de la vela temblaba dibujando sombras en las descascaradas paredes y una brisa suave se colaba por el cartón que cubría el hueco del vidrio que se había roto mucho tiempo atrás.
Juan se estremeció, y una vez con los ojos abiertos como platos se preguntó a dónde irían sus padres a esa hora. Quizás estaban hablando afuera. En las últimas semanas hablaban mucho, y cuando no guardaban un silencio que daba miedo intentar romper.
Sin pensarlo dos veces, se apoyó en sus manos y cruzó con cuidado sobre Pedro, quien no se enteró de nada. Cuando sus pies tocaron el piso distinguió el canto de los grillos entre los pastizales de afuera… y más allá el sonido de los pasos caminando apresurados por el camino de grava varios metros a lo lejos. Sin preocuparse por ponerse sus chancletas (dormían vestidos para no gastar el único juego de sábanas que tenían para todos) se acercó a la puerta y abriéndola apenas intentó adivinar la identidad de las sombras de la noche.
Dos figuras caminaban muy juntas hasta perderse entre los árboles.
Juan pasó por la apertura tan veloz como sigiloso. Antes de cerrar la puerta echó una ojeada hacia la cama donde sus cinco hermanos permanecían ajenos al mundo.
Después corrió entre los pastos, siguiendo la dirección por la que habían desaparecido sus padres. Los vio a lo lejos, pero no quería hacerles saber su presencia. A su padre no le haría gracia enterarse de que andaba afuera, corriendo en la noche sin ningún motivo.
Fue tras ellos moviéndose entre los árboles que tanto conocía. La luz de la luna le facilitaba no tropezar con las gruesas raíces. También lo ayudó a comprender, no sin un dejo de asombro, que las dos figuras se apartaban de los árboles y comenzaban un lento descenso entre las rocas. Bajaban hacia la playa, que estaba más callada que nunca, como si las olas no quisieran romper el silencio de la noche.
Resbalando con precaución de roca en roca, Juan no les perdía pisada.
Pasó un momento terrible cuando, al llegar abajo, su padre se volvió para ayudar a la esposa a bajar de la última roca. Juan se dejó caer sobre el estómago, y espero con el corazón acelerado a que ambos se fueran y no corriera el riesgo de ser descubierto.
Aún así tuvo tiempo para notar que su madre apretaba un bulto contra su pecho.
Estuvo un buen rato sobre la tierra, y luego siguió bajando.
Las huellas de los adultos eran muy marcadas en la arena casi blanca de luz de luna.
Juan las siguió hasta la entrada de la cueva.
Allí se detuvo nuevamente, y justo a tiempo, pues sus padres se encontraban a pocos metros dándole la espalda.
Más allá, mirándolos con frialdad, estaba la mujer de la choza del otro lado del bosque.
Juan la había visto de lejos muchas veces, cuando incursionaban cerca de la casa con sus hermanos. Esa mujer no le gustaba nada. Siempre vestía con las mismas ropas de campesina y daba la impresión de no lavarse nunca el pelo de lo tieso que parecía.
José le había dicho que era una “bruja”. Su madre le había escuchado y junto a un buen golpe a la altura de la oreja le había corregido: “sabia”.
A José seguía sin gustarle.
Dentro de la cueva todos estaban muy callados. La mujer terminó haciendo un brusco gesto con la cabeza, y el matrimonio vaciló durante un momento. Después, el padre de Juan dio un breve empujón a la madre, y está avanzó, con el bulto aún en sus brazos. Se acercó a la “sabia-bruja” y se inclinó con cuidado hasta dejar su carga sobre la arena.
Luego se levantó y volvió junto a su marido rápidamente.
Este avanzó con lentitud. La mujer lo miraba impasible.
Cuando estuvo ante ella, la mujer abrió su chal, y Juan contuvo el aliento cuando un rayo de luna brilló sobre la larga hoja del cuchillo.
Con mucho cuidado, el hombre tomó el arma en sus manos y volvió a vacilar. La mujer perdió la paciencia, y cuando habló un estremecimiento recorrió a todo el que la escuchó:
- Sabe lo que tiene que hacer – dijo.
El hombre bajó la cabeza, y después todo su cuerpo fue descendiendo. Puso una mano sobre el bulto y levantando la mano del cuchillo hacia el cielo… descargó sobre él la primera estocada.
El berrido que se escuchó repentinamente fue ensordecedor. Juan jadeó horrorizado, el sudor deslizándose de repente por todo su cuerpo, pero el grito de su madre lo eclipsó todo, más aún cuando el hombre volvió a descargar el arma contra la criatura en el piso y esta se calló finalmente.
Una burbuja de inmovilidad se apoderó del lugar. Juan temblaba descontroladamente, la espalda contra una roca que le cortaba la piel sin que llegara a notarlo. Quién sabe cuánto pasó hasta que la mujer se agachó para recuperar su cuchillo, y limpiar la sangre con el borde de su falda. Y sin más salió, sin notar al niño que ya no se encontraba a resguardo de la vista… o sin que le importara su presencia.
Dentro de la cueva la madre de Juan había caído al piso y lloraba con la cara enterrada en la arena. Su padre se arrastró hacia una de las paredes donde se tomó la cabeza entre las manos y se quedó muy quieto.
Juan no podía despegar los ojos de la escena.
Entre las mantas descansaba el cuerpecito de su hermano Joaquín, de dos semanas de edad. La arena bebía la sangre que había manado de las heridas.
En el cielo, la luna se desplazaba dolorosamente, mientras de a poco las olas se acercaban para cubrir ese crimen para siempre.
Fin.
Calificación de Hojas En Blanco: 9.6Promedio de los Jueces: 8.9
Bueno, veo que no estoy entre los finalistas, pero fue divertido participar y estaré leyendo los demás cuentos que publiquen.
ResponderBorrarSuerte a los demás!!
Tu relato es muy bueno Maga a mi me gusto mucho, animo !!!
ResponderBorrarkisses ^ ^
Me gusto tu relato.
ResponderBorrarSaludos.